Llevava cierto tiempo aprenderte un camino en el Brno de enero, pues la nieve constantemente desdibujaba los rastros sobre ésta, y la escasez de hitos en el camino, letreros luminosos, fachadas fácilmente reconocibles, siquiera un algo, era lo habitual. Lego en idioma, lectura del territorio y muerto de frío, había algo ahí dentro que tejía por uno mismo la trama de nuevos mapas. Pero antes había que lanzarse. Salir a explorar a calzón quitado. Luego ya veríamos. Un haya esmochada. Una señal de tráfico. Un quiosco azul. Lo que cualquiera haría.
Tras la barra Jerzy nos escuchó hablar. Tenía una pinta horrible y olía peor. Era traductor de portugués y además hablaba español a la perfección. Una historia. Un personaje. Media vida con la Policía en los talones. La otra media viviendo en una cueva. Vendía sus historias por una copa de vino, a poder ser blanco de la ría de Porto. A poder ser en la vinería portuguesa de Brno.
No costaba nada llegar a la vinería portuguesa. Con seguir a Jerzy bastaba. Conciliar historias con paredes y la traza estaba hecha. El mapa se completaba. El cielo en tierra de aquel borrachuzo checo no distaba más que mi casa del único restaurante del que me fiaba por completo, donde trabajaba otro señor muy mayor que había vivido en Zaragoza y que siempre me trató con mucho cariño. Pero eso es otra historia.
Alguien había visto la oportunidad de negocio. Alguien se había lanzado a abrir una vinería en un barrio sucio, socavonado, pintarrajeado, agitanado. Y le había dado resultado. Funcionaba a la perfección. Entraban. Bebían sin sentarse. Se iban. Y así.
Eso era emprender. Ver nichos donde otros no, abrir mercados, luchar un día a día cuya mañana era una página por escribir y a la noche un capítulo cerrado.
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