En un mundo absurdo, alejado del sentido común en evidente huida de la verdad, el sesenta y cinco aniversario de la entrada de los soviéticos en Auschwitz se torna en cliché errabundo de un discurso cuyos retrueques, combas y polarizaciones rayan la tortura intelectual. Al no haber poesía en Auschwitz, no pueden tampoco haber ni prosa ni puesta en escena.
Lo admito, me molestan las celebraciones de un campo de concentración. No puedo evitarlo. Me fastidian aquellos quienes toman el nombre de Auschwitz en vano, sus peroratas, sus fotografías del desastre y reproches a toro pasado. Un lugar donde se masacraron seis millones de personas no puede acoger nada. Lo declararía reserva nacional y restringiría su paso a quienes fueran limpios de corazón, libres de banderas, henchidos por ser personas.
Habrá quien diga que no hay lugar que dé mejor sentido al pasado, o que a ver quién es el listo que se pone a juzgar tales atributos. A todos digo que me conformaría con que la procesión se realizara en el fuero interno de cada uno, y no mediante un tipo del telediario, justo cuando acabas de meterte a la boca tu primera cucharada de lentejas.
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